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En mandarín existen dos formas de traducir los nombres propios de los países y las regiones. La primera es una manera fonética que intenta acercarse a la pronunciación del original a través de caracteres chinos. Así, Argentina se escribe 阿根廷 y se pronuncia Ā- gēn- tíng. Si se traduce signo por signo, el resultado defrauda a cualquiera: “Ahh”, “raíz”, “tribunal”. Este método se usa para la mayoría de las naciones.

La segunda forma se aplica a los países que participaron de las llamadas “Guerras del Opio”, a mediados del siglo XIX, y se utiliza casi exclusivamente para ese puñado de potencias coloniales que forzaron a la Dinastía Qing a abrirse al comercio extranjero. Sus nombres son mucho más poéticos. Inglaterra es el “país valiente”, Francia, el “país de la ley” y Alemania, el “reino virtuoso”. De la misma manera, Estados Unidos es el “país hermoso” y el continente americano se nombra con el primer signo que significa “estadounidense”.

Esta manera de interpretar las posiciones y los flujos internacionales, de definir desde dónde se lee y para qué se lee, en un país que se piensa a sí mismo ocupando una centralidad (en mandarín China se llama “Zhōngguó”, el ‘reino del centro’), define las percepciones de la literatura extranjera. Toda lectura que establece fronteras, delimita tradiciones, determina qué es latinoamericano y qué no, es una lectura política. Pero el elemento que establece los sentidos en China no es tanto su interpretación ideológica (que en sí misma está restringida y reglamentada), sino geoestratégica.

Es decir, la literatura está enmarcada en la geopolítica. Los libros disponibles en los anaqueles, las traducciones y su manera de descifrarlos se relacionan con el mapa imaginado en ese momento: aquí está la potencia, allí los países centrales y periféricos, los aliados y los no tanto. Así, la manera de comprender el sistema mundial determinó la circulación y los modos de leer la literatura extranjera y, en particular, la latinoamericana.

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La historia de la traducción en China se relaciona con las búsquedas de modernización del siglo XIX y XX. Después de la derrota en 1860 ante los ejércitos británico y francés, el Imperio Qing reconoció que era necesario renovar la administración (primero de las tropas, luego de la economía) e incentivó la creación del primer instituto imperial de traductores. Se becaron estudiantes para que se perfeccionaran en lenguas europeas con el objetivo de mantener las negociaciones con los vencedores y volcar al mandarín todo aquello que resultase provechoso para el Imperio.

Por supuesto, el castellano no era visto como una prioridad, como sí lo era el inglés, el francés o el holandés. Los primeros libros que se tradujeron trataban sobre política agraria y mercantil, nuevos métodos y tecnologías para hacer la guerra.

Casi como un efecto secundario de esta apertura forzada, empezó de a poco el ingreso de libros escritos en otros idiomas. Y fue gracias al trabajo de un personaje mítico, Lin Shu, que la narrativa occidental ganó algún prestigio. Hasta el fin de su vida en 1923, Lin tradujo más de ciento ochenta volúmenes de una larga lista de autores como Arthur Conan Doyle, Charles Dickens o Daniel Defoe. Durante su último año de vida, aplicó su pincel en la primera edición en mandarín de un libro en español: el Quijote de Cervantes. Su versión en más de un sentido se parece a la paradoja borgeana de Pierre Menard: como el traductor no entendía el libro original realizó agregados, interpretaciones y cambios de sentido, a tal punto que los roles entre autor e intérprete parecen confundirse.

En las primeras décadas del siglo XX, se dieron los primeros contactos de artistas y escritores latinoamericanos que visitaron China. Los cronistas Enrique Gómez Carrillo y José Ambrogi relataron sus viajes y “sensaciones” por la costa del Pacífico. El ilustrador mexicano Miguel Covarrubias realizó dos paradas en Shanghái como parte de sus periplos con destino a la isla de Bali. También Pablo Neruda recabó en el puerto de Shanghái, donde al parecer un grupo de culíes, a la salida de un bar, lo llevaron hasta un callejón, lo golpearon y le robaron.

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En 1952, mientras continuaban los enfrentamientos en la península coreana, se organizaron las primeras clases de castellano en la Universidad de Pekín. El gobierno de Mao Zedong había convocado un encuentro de escritores e intelectuales por la “paz del mundo”, que contaba entre sus invitados a Neruda (que visitaba por segunda vez el país) y Rafael Alberti. Ante la falta de intérpretes, el profesor Meng Fu tuvo que entrenar en solo dos semanas a un grupo de estudiantes de francés. En las memorias de los viajeros, no hay registro del resultado de estas lecciones, pero puede inferirse: al poco tiempo, la facultad de lenguas extranjeras decidió ofrecer cursos regulares de español.

El gobierno chino mantuvo entre 1950 y 1966 una estrategia con la que buscaba vincularse con intelectuales del llamado “Tercer Mundo”: Sudeste Asiático, África y América Latina. La estrategia, heredada de la Unión Soviética, consistía en invitar a grupos de escritores y artistas para realizar un viaje guiado con la esperanza de que escribieran cosas positivas a su regreso. El itinerario era siempre el mismo: tours por las grandes ciudades de Pekín, Shanghái y Cantón, entrevistas con líderes barriales, charlas con los miembros del partido o generales del Ejército Popular, visitas a comunas, fábricas, etcétera, etcétera. Si bien en un principio los invitados eran un grupo más o menos diverso entre intelectuales orgánicos del Partido Comunista como María Rosa Oliver o compañeros no afiliados como Juan L. Ortiz, hacia la década del sesenta las invitaciones empezaron a estar cada vez más focalizadas en los simpatizantes del maoísmo, como Bernardo Kordon, Ricardo Piglia o Juan José Sebreli.

Como parte de este acercamiento también se realizaron ediciones de literatura latinoamericana. El primer libro publicado en la República Popular fue la antología de poemas combativos de Neruda, Que despierte el leñador. A partir de la Revolución Cubana y el establecimiento de vínculos diplomáticos entre La Habana y Pekín, en 1960, el interés por América Latina cobró un nuevo ímpetu. Los contactos a través de la Casa de las Américas incentivaron las primeras traducciones de los autores del Boom. Muchos de los escritores que participaron de las visitas guiadas fueron traducidos, brindaron conferencias en universidades y participaron de lecturas públicas en la radio estatal China. El poeta chileno Pablo de Rokha escribió el libro China roja para ser publicado exclusivamente en mandarín (el original en español vio la luz casi cincuenta años después, gracias al trabajo del sinólogo chileno José Vidal).

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Durante el gobierno de Deng Xiaoping, China entró en contacto con el mercado internacional del libro o, más bien, del prestigio literario. El premio Nobel de 1982 otorgado a Gabriel García Márquez llamó la atención de los escritores y lectores chinos. La primera traducción de Cien años de soledad se hizo sin la autorización del autor (García Márquez llegó a decir que nunca visitaría China por esta ofensa), pero generó una recepción insospechada. El novelista Mo Yan (también premio Nobel del 2013) afirmó que la lectura del escritor colombiano lo inspiró en el desarrollo de su obra.

Durante esta etapa, China vivió uno de lo cambios más acelerados y radicales de la historia. Millones de campesinos migraron a las grandes ciudades y dejaron atrás el colectivismo y sus tradiciones. Casi como una reacción social y estética, el grupo de escritores “En busca de las raíces” (movimiento al que pertenecen los primeros libros de Mo Yan) intentó retratar la complejidad de esas transformaciones sociales: narraciones de tono realista, sagas familiares, que cruzaban elementos de la modernidad, como los vaivenes económicos e ideológicos, que vivió el país asiático junto con leyendas y creencias ancestrales.

La cercanía con el realismo mágico produjo un efecto doble: por un lado, los escritores latinoamericanos ganaron un mayor número de lectores entre los chinos; por el otro, esta corriente (o eslogan de marketing literario, como diría Fogwill) se transformó en el diccionario básico para leer la literatura continental. Cuando aparecieron las primeras traducciones de Jorge Luis Borges, críticos y escritores lo mencionaron como un exponente más del realismo mágico.

Es que la recepción de Borges es tardía. Sus primeros cuentos aparecieron a fines de los ochenta, luego de que una revista japonesa le dedicara un número a su obra. Desde los años 2000 sus libros empezaron a ser traducidos sistemáticamente hasta que se transformó en el autor latinoamericano con el mayor número de ediciones en China. Las razones del boom borgeano son múltiples, pero entre los papers universitarios se destaca un tema: China en Borges. Suelen mencionarse la filosofía daoísta y el sueño de la mariposa de Zhuangzi; los comentarios sobre Confucio, Laozi o el budismo; el ensayo “La muralla y los libros” y el protagonista chino de “El jardín de senderos que se bifurcan” que mata a un sinólogo inglés. 

En simultáneo, un nuevo posicionamiento sacudió el mapa geopolítico del país asiático. En los últimos diez años, el castellano se transformó en la lengua que más crece, a un ritmo de cincuenta mil estudiantes que ingresan todos los años en las carreras de traducción en más de noventa centros de idioma y estudios latinoamericanos. Esto hizo que el español desplazara al francés como la segunda lengua más estudiada.

Cuando se les pregunta a los estudiantes chinos cuáles son los motivos que los impulsaron a estudiar la lengua de Borges o de Rulfo, la absoluta mayoría da una respuesta prosaica: el trabajo. En más de veintiún países se habla español como lengua oficial y, más importante aún, China es el principal socio comercial en casi todos ellos. Aunque el alumno más trendy diga que su sueño es viajar desde México hasta la Argentina, las razones de este crecimiento son geopolíticas. De hecho, el castellano empieza a parecerse a una “lengua grande” en su sentido geoestratégico.

A nivel literario, cada una de las tendencias previas dejó su sedimento. Borges y García Márquez representan el porcentaje mayor, con más libros traducidos que todos los otros autores del continente sumados; los mecanismos de distribución internacional, como las grandes ferias del libro o el listado de finalistas del premio Man Booker aseguran los contratos de traducción con las editoriales estatales chinas que dominan el circuito local del libro.

Si bien puede notarse una tenue preferencia por el género fantástico, no hay un criterio que unifique las producciones. Así, la agencia literaria Shanghai 99 impulsó una colección de literatura actual sobre América Latina, en la que convivían los relatos y la nouvelle Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, con novelas policiales de Guillermo Martínez, gran parte de la obra del chileno Alejandro Zambra y los bestsellers de Isabel Allende. De la misma manera, Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez, se publicó años antes que El juguete rabioso, de Roberto Arlt.

Este aparente desorden muestra las distintas fuerzas e intereses que rodean al libro latinoamericano. Como señala Lou Yu, en las últimas décadas, los intereses económicos del mercado editorial dominaron las traducciones. De hecho, la mayoría de los autores que se eligen para traducir ya han sido exitosos en los Estados Unidos y Europa, han sido seleccionados para premios internacionales, o ya fueron adaptados al cine. Al mismo tiempo, jóvenes especialistas y académicos se lanzaron a la búsqueda de autores clásicos que no habían sido publicados antes en mandarín. Así, se están preparando publicaciones del Facundo, de Sarmiento; Yo, el supremo, de Roa Bastos, y El amor brujo, de Arlt. Tal convivencia y simultaneidad muestra cuán recientes son los vínculos entre ambas regiones. 

Lo que resulta novedoso es el interés reciente a nivel institucional. En los últimos dos años, se anunciaron nuevas becas de traducción, colecciones de libros y programas de intercambio que tienen a América Latina como protagonista. En un país donde la geopolítica determinó desde los debates intelectuales hasta la vida cotidiana, la curiosidad por la región no parece ser una casualidad.

Salvador Marinaro (Argentina). Es doctor en Estudios Globales y magíster en Escritura Creativa. Publicó el libro de poemas Sinfonía de mareados (2010) y la colección de relatos Una tristeza decente (2018). Sus artículos y crónicas fueron publicados en Revista Ñ, Anfibia y Altaïr, entre otras publicaciones. Obtuvo el premio Azucena Villaflor de cuentos y Filosofía Sub-40 de ensayos. Actualmente, se desempeña como docente en la Universidad de Fudan (Shanghái) y coedita junto con Lucila Carzoglio la revista Chopsuey.

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